Mi vecina es una mujer moderna.
Viste ropas claras en unos cómodos y tranquilos marrones y grises salpicados de vez en cuando por un sutil pañuelo rosa o azul época. Toda su vestimenta refleja la suavidad de su carácter y una necesidad vital de pasar desapercibida.
Mi vecina tiene un habla muy dulce y unos dientes muy bonitos.
Ya hace muchos años que, cuando toco su timbre, me hace pasar diciendo mi nombre completo chirriando en mi interior, y quiere que entre en su salón para mostrarme la pieza más cuidada en toda casa que se precie. Casi siempre me quedo de pie en el rellano, girada hacia la puerta de salida.
Ayer fui a verla, estuve a punto de pasar al salón. No cedí y me quedé en el rellano mirando su cierre de puerta tras de mí. Nos dimos dos besos, comenzamos la conversación y en menos de dos palabras ya me había enseñado sus dientes. Es muy amable mi vecina.
Durante la charla una sombra desde atrás sorprendió a mi rabillo izquierdo. La curiosidad hizo que girara la cabeza apenas un segundo y allí estaba, sobre el taquillón del pasillo, su altar. Ella se dio cuenta, sonrió y dijo que eran cositas sin importancia.
He observado que casi todas las mujeres tenemos uno, un altar en el que depositamos nuestros anhelos y esperanzas, y depende del lugar en el que lo coloquemos así será más o menos íntimo.
Aquel es su altar, una composición de tonos verdes y negros bajo tenues luces de suave color marfil de sendas lamparitas, y reminiscencias a lejanas islas afrodisíacas. En ese momento, fui consciente de que en los cabellos de su dulce dueña se prendía una invisible corona de flores hawaiana, y quise tomar su mano, apretar muy fuertemente mis ojos y cumplir su deseo.
MariCari, la Jardinera fiel.
{¡B U E N A_____S U E R T E!}
Me ha encantado, y espero más.
ResponderEliminarHabrá alguna cartas para tu abuela ? o un relato sobre tu madre ? ya sabes que me encantaría leerlos.
Un abrazo